NOTA: Una “fan” de este blog que vive allende los mares, “en un lugar de la
Mancha…” , nos ha enviado como colaboración este simpático artículo que fue escrito
por su esposo.
HISTORIA DE UN VIEJO MOLINO
Contemplaba todo el tiempo la
llanura tachonada de colores; no siempre era igual, a veces era verde, otras
marrón, ocre, amarillo a trozos. Lluvia,
sol, aire, frío, humedad, sequía, todo lo había visto tantas veces, tantos
años.
Por la pendiente ascendía el
camino hecho de huella de pisada de animal, cuántas veces el barro hacía
hundirse las pezuñas del burro, de la mula, agobiados por el peso del costal
repleto de trigo para la molienda. Llegaban a mi puerta cansados, labrador y
jumento, y se acogían al calor familiar
que en mi interior les brindaba. Era el
momento de exhibir mis habilidades: suelto el freno, mis aspas se movían elegantes y vistosas
impulsadas por el aire que las acariciaba, unidas por el
eje a las pétreas muelas que trituraban los amarillos granos. Con la molienda
envasada, desandando el camino, volvían al hogar, a la tahona para comer y
hacer el pan y cocerlo en el horno alimentado con paja.
Año
tras año he sido testigo, he contemplado desde mi atalaya, todo el proceso: la
arada, la siembra, la recolección, la trilla en la era, y he visto el bieldo
lanzando al viento la triturada mies separando la paja del grano. He
contemplado el frío de la arada y el sudor de la siega y he esperado cada vez para cumplir mi parte
en el proceso. Siempre fue así, siempre
estuvimos unidos en ese ciclo vital los lugareños y yo, la gente de mi lugar, la gente de mi Belmonte, la buena gente del
campo. Día y noche me recreo con la
vista de mi pueblo, tengo una posición privilegiada. Allí la Colegiata, más allá el Castillo, los
caminos y las calles; abajo, las casonas de los hidalgos, las casas de los
labradores, muy cerca unas de otras como
abrigándose en los crudos inviernos y protegiéndose de los tórridos veranos.
Una mañana, sorprendido, dejé de ver las yuntas de bueyes que perezosas, alta
la testuz poderosa, abrían surcos preparando la sementera. Habían sido
reemplazadas por máquinas, había llegado el
progreso.
Ya
la era dejó de ser el lugar de la trilla, el
bieldo se colgó en la pared del caserón como recuerdo y las hoces ya no
brillaban al sol en las siegas de julio. Y yo, ¿qué haría yo? Los pétreos dientes molineros dejaron de
girar. Mis brazos no pidieron viento
para moverlos, ya no venían las acémilas con su pesada carga haciendo camino.
Dejé de ser útil, poco a poco, lentamente. No me cuidaban, dejaron de
visitarme, no me necesitaban, pasé a ser una figura antigua, obsoleta, una
pequeña decoración en un inmenso paisaje.
Dejaron de quererme y me fui deteriorando, un poco triste y un mucho
abandonado.
Con
el tiempo dejé de ser molino para convertirme en historia, y me gustó. Venían a veces visitantes y comentaban y
contaban y decían, sobre todo a los más pequeños, lo que fui, la utilidad y el
servicio que presté cuando joven y necesario, y me sentía orgulloso al
escucharlo. También sabía que con otros
compañeros de lugares cercanos figuraba en libros famosos de historias
caballerescas y en famosas batallas. Fui con ellos parte principal en las
contiendas y también me sentí orgulloso
por ello. Había sido parte activa de mi
pueblo, había inspirado a poetas, junto
a mis compañeros que en la vasta llanura formaban conmigo un ejército laborioso
y silencioso. Me sentí satisfecho y tranquilo,
quería seguir contemplando mi Belmonte, el sol sobre él y la luna nochera
iluminándole.
Hoy
he sentido una angustia desconocida, un dolor llega a mi alma de molino; no es
el abandono, no es el olvido, yo ya me había acostumbrado a mi soledad y,
tranquilo, contemplaba la inmutable planicie que desde mi pequeño alcor domino,
el pueblo que conozco casa a casa, el castillo señorial e imponente. Gozo los
cambios de clima, calor, frío, lluvia y hasta, alguna vez, la nieve purísima
que convertía a mi pueblo en un pequeño Belén. Hoy, un grupo de hombres o de
niños, no los veía bien, han subido
hasta mi pequeña atalaya y me han prendido fuego. Las llamas han
comenzado a ascender dentro de mi cuerpo, mis brazos carbonizados ya no
podrán moverse con la caricia de los vientos, se han convertido
en ceniza.
He
visto a los héroes correr ladera abajo, orgullosos y temerosos por la hazaña
realizada. Nunca sabrán en el pueblo
quiénes fueron; el pueblo, mi pueblo, Belmonte, avergonzado, calla y consiente.
Siento nublarse mi vista, no veo a mi Belmonte con claridad, se me apagan los
ojos, se rompen mis brazos, se difuminan
los campos, se mezclan los inciertos colores de la campiña. Lentamente me fatigo, me ahoga el humo, me envuelve,
y estoy a punto de perder el sentido.
Por
la cuesta avanza un borrico, cargado con dos costales, haciendo camino, se acerca y mis aspas comienzan a girar a punto para la
molienda. Una niebla espesa oscurece
Belmonte, quiero abrirme paso entre ella, no puedo, no veo. A lo lejos de
pronto me siento libre, liviano, airoso,
libre con otros compañeros, compartiendo el cielo de los molinos.
Un
muñón se eleva solitario, una página se ha escrito, y no gloriosa, en la
pequeña historia del pueblo que otrora floreció con hombres insignes. No sois vosotros herederos de ellos, sois los
infelices que no habéis sabido gozar de la historia ni de vuestra pequeña
historia y estáis condenados a guardar por siempre el oprobio que produce la
infamia.
Tomás Valverde
3 comentarios:
Que talento para escribir, admiracion y envidia sana es lo que siento. Mis felicitaciones a tan brillante exposicion, y que belleza de molinos.
No puedo dejar de comentar este artículo que me llena de nostalgia, fue escrito por mi marido.......y ahora yo vivo en este lugar de la Mancha.......Mil gracias, abuelas extremas, por haberlo publicado y que sigan los éxitos. Techi
Me parece precioso. Expresa perfectamente lo que le pasa al molino. Lo sientes y lo vives. Además es algo que está pasando con muchas otra cosas en este mundo de hoy.
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